Era un jueves para mí. Era un jueves normalísimo para mi madre y sus plantas. Mi hermano estaba en la universidad, mi viejo en su trabajo. En casa, ese jueves, mi madre, sus plantas y yo, tratábamos de coexistir. Dormitando, en la cama de ella, me encontraba. El calor siempre me resultó adormecedor a esas horas de la mañana. Raspando el sueño, llegaron imágenes y sonidos… y luego un grito… y luego un golpe seco. ¡Mamá! Grité desde mi horizontal posición al tiempo que, de un violento impulso, corrí hacia el pasadizo donde, en medio de los restos de lo que en vida fue una linda maceta, estaba mi delicada madre tirada en el suelo.

Era un jueves para mí. Era un jueves normalísimo para mi madre y sus plantas. Mi hermano estaba en la universidad, mi viejo en su trabajo. En casa, ese jueves, mi madre, sus plantas y yo, tratábamos de coexistir. Dormitando, en la cama de ella, me encontraba. El calor siempre me resultó adormecedor a esas horas de la mañana. Raspando el sueño, llegaron imágenes y sonidos… y luego un grito… y luego un golpe seco. ¡Mamá! Grité desde mi horizontal posición al tiempo que, de un violento impulso, corrí hacia el pasadizo donde, en medio de los restos de lo que en vida fue una linda maceta, estaba mi delicada madre tirada en el suelo.

Inerte la vi, emitiendo un prolongado gemido. A sus 57 años, la señora Élida, mi madre, ha recibido nueve operaciones y un parto por cesárea. Ella, por la artritis que sufre, tiene dos prótesis de caderas y dos de rodilla. Por ese motivo, se moviliza, casi siempre, con la ayuda de una silla de ruedas o con un bastón. Los médicos le dijeron, que las prótesis estaban sujetas a sus ya descalcificados huesos, por eso, tendría ella que cuidarse de caídas, resbalones y golpes. Es así, que mientras sostenía su nuca para acomodar su cabeza en la almohada, no podía dejar de pensar en algún daño que, posiblemente, haya sufrido.

Me he raspado, me dijo. Lo sé, le respondí, al ver su brazo ensangrentado. Ella sabía que la posibilidad que algo peor haya sucedido estaba latente. Ambos permanecimos quietos hasta calmarnos e idear los movimientos que teníamos que hacer para poder ponerla de pie, nuevamente. Y así, mientras estaba ‘echada’ en el suelo, y yo parado al pie de sus innumerables plantas, ambos decidimos que lo primero es que intentara sentarse. Y así fue. Luego, cargarla hasta que se pueda apoyar en sus pies, si es que podía, y si no, la silla de ruedas estaba cerca.

No pudo pararse y lloró. Fue muy triste y doloroso, para ella. Pensó lo peor. Para mí, pues también fue doloroso, sin embargo, traté de calmarme y alejar el espanto que sentí por sus gritos de dolor, para poder llevarla de emergencia al hospital. Se me ha movido la cadera, me dijo. Vamos al hospital, aconsejé. La odisea, empezó. Cada movimiento era con mucho sufrimiento. Cada roce, era acompañado por un grito de dolor. Luego de mucho batallar, ambos nos encontramos ya en el auto. Y fuimos al hospital. En el camino, llamamos a mi hermano y a mi padre.

El hospital Rebagliati Martins. Muchos de los recuerdos que tengo de cuando era niño, son en este hospital. Cuando acompañaba a mi mamá para sus citas con el reumatólogo. Cuando engatusado subía los pisos para poder ver a mi madre lejos de la hora de visita. Cuando lloraba frente a los vigilantes para que me dejen ver a mi mamá. Cuando donaba sangre para sus operaciones. Cuando dormía a su lado, luego de las mismas, para cuidarla. O ahora último, hace unos años, cuando luego de decidir divorciarme, lloré en sus brazos llenos de sondas con sueros y jeringas.

Ese hospital, que algún día me vio nacer, nunca me hizo bien. Todos los recuerdos, siempre fueron dolorosos. Y ahora, por un estúpido accidente, estaba regresando a sus consultorios con mi accidentada mamá.

Hay que sacarle placas a todas sus prótesis, nos dijo el doctor. Y así fue. Subirla a esa mesa donde la irradian con rayos X, fue toda una jornada de dolor, también. Sin embargo, fue la última, para suerte. Así esperamos los resultados, ella en la silla de ruedas, y yo sentado en el suelo del viejo hospital. La señora Élida, ya estaba serena, y yo, pues trataba de animarla conversándole sobre mil cosas. Igual nuestros ánimos estaban lejos de su mejor momento. Mi plantita se quedó sin maceta, murmuró triste. Te compraré una más grande, le dije para animarla y sonrió.

Mi papá está asustado, le dije. Sí, mi esposito debe estar preocupado, susurró para mí. Él te quiere mucho, mamá, le comenté, y ella sonrió. Luego me miró y dijo, tú tienes que buscarte alguien que te quiera como tu papá me quiere a mí. Alguien que se preocupe por ti, que te cuide y que la quieras. Y yo, que estaba medio ido, le dije, nadie me quiere porque soy pobre. Ella rió fuertemente. Me encantó escucharla reír. Si nadie te quiere porque eres pobre, entonces está bien que no te quieran… sigue esperando a la mujer indicada, me dijo. Luego, me quejé diciendo que ya estaba harto de masturbarme. Ella, volvió a reír… y yo, también.

En eso, llegó mi hermano, Jean. La abrazó, le preguntó cómo estaba. Y así, mi viejo llegó. Despeinado. Desorientado. Desubicado. Luego de tranquilizarnos. Dije un par de bromas estúpidas más (nadie se rió, solo mi bondadosa madre), y me fui al baño. Mientras me lavaba la cara, recordé lo sucedido, y empecé a llorar. Rezaba para que esta vez los resultados sean a mi favor, no como en otras ocasiones. Luego de recomponerme, me doy cuenta que las placas ya habían llegado. Sus cuatro prótesis estaban donde deberían estar. Todo bien. Todo muy bien. Sin embargo, el doctor le recordó, enérgicamente (como debe ser), que deje de estar caminando por lugares que son potencialmente peligrosos por alguna posible caída.

Luego del sermón, nos fuimos, no sin antes agradecer al doctor por sus atenciones. El dolor muscular que sentía mi mamá pasará. Y eso está bien. Sus raspaduras cicatrizarán. Y eso es mejor. Esta vez los resultados no fueron alarmantes. Esta vez, el hospital Rebagliati no me dio tristezas.

Luego de todo eso, mi hermano y mi papá fueron a comprar unas pastillas para el dolor que el doctor les había recomendado, y mi madre volvió a quedarse a solas conmigo. Lucho, me dijo, ¿recuerdas cuando eras niño y me venías a ver cuando estaba internada? Sí, le respondí sonriendo. ¿Recuerdas cuando te escondías debajo de la cama para que los de seguridad no te boten? ¿Recuerdas cuando subiste al pabellón de los locos a molestarlos? ¿Recuerdas, oye travieso, cuando presionaste el botón contra incendios y vinieron los bomberos? ¿Recuerdas cuando ponías espejos en el suelo para verles el calzón a las enfermeras? Sí, mamá, sí recuerdo. ¿Por qué eras así, tan travieso? Vergüenza me hacías pasar por las cojudeces que hacías. Me decía mi indignada madre, mientras a mí me consumía el bochorno de mi escandaloso pasado.

Allí me encontraba, demolido por los malos recuerdos de mi madre, así que quise refrescarle la memoria un poco y le dije: ¿Recuerdas cuando gané el concurso de fotografía de la Naciones Unidas? ¿Recuerdas cuando gané por cuatro años seguidos los juegos florales de Lima Metropolitana? ¿Recuerdas que en ese mismo concurso, me nombraron jurado por haber ganado las cuatro anteriores versiones? ¿Recuerdas cuando el director de mi lindo colegio te dijo, señora su hijo es un orgullo para todos nosotros? ¿Recuerdas esas cosas? No, me respondió. No lo recuerdo, la memoria me falla, me dijo, la muy chistosa.

Luego, mientras veíamos a mi padre y a mi hermano venir, vimos pasar a una joven señora, con minifalda y un escote arrollador. Mi madre, al verla, sintió mucha nostalgia. Y me preguntó, casi añorando épocas mejores, Lucho, ¿Recuerdas cuando yo usaba esos escotes? Y yo, sonriendo, le dije, no mamá, no recuerdo cuando eras una puta. Ella, luego de una estruendosa risa, me dijo, ¡ay hijo!, ¡por qué serás tan imbécil!

Administrador de contenidos de Grupo Periodismo en Línea

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