Ipitas

IpitasEs la tercera vez que Mauricio tiene el mismo sueño. La segunda vez en la semana. La tercera, en lo que va del mes. Está perturbado, sin embargo, ahora que se baña antes de ir al diario donde trabaja, todavía le quedan restos de aquella estela que dejó los labios de esa mujer sin rostro que besó en sus sueños. Eran besos lentos, tiernos y sensuales. Nunca había besado tan dulcemente como besó a esa mujer en ese largo sueño.

IpitasEs la tercera vez que Mauricio tiene el mismo sueño. La segunda vez en la semana. La tercera, en lo que va del mes. Está perturbado, sin embargo, ahora que se baña antes de ir al diario donde trabaja, todavía le quedan restos de aquella estela que dejó los labios de esa mujer sin rostro que besó en sus sueños. Eran besos lentos, tiernos y sensuales. Nunca había besado tan dulcemente como besó a esa mujer en ese largo sueño.

Hoy, es la octava vez en el mes que Mauricio sueña lo mismo, pero, esta vez, hay un detalle adicional. Fue lo mismo, en realidad. Él estaba echado, en un parque que sentía tan conocido, tan suyo: los olores a eucalipto, esa brisa seca y un adormecedor calor que caía del sol. Allí, tirado en el pasto, cerraba los ojos, y esperaba el beso. Te amo, le decía la mujer sin rostro. Quédate, le suplicaba. Y, luego de muchas caricias, se fue. Pero hoy, Mauricio durmió con la intensión de preguntarle algo. Él sabía que, si se concentraba, lo podía hacer. ¿Cómo te llamas? Le preguntó mientras ella se alejaba, y después de una largo silencio, después de suponer que no tendría respuesta, escuchó un murmullo, Tania, me llamo Tania… y se fue.

Tania. ¿Qué clase de nombre es Tania? Se preguntaba frente a la computadora, mientras trabajaba. No podía hacer algo sin recordarla. Cada noche la esperaba. Cada noche dormía con la intención de sentirla, de hablarle, de conocerla… y llegaba a casa e intentaba dormir. No esperaba cenar. Saludaba a su madre y dormía, con la intención de besar, de una vez y nuevamente, a Tania.

Algo se le ocurrió. De pronto, una idea pasó fugaz por su mente, y se detuvo para quedarse. Eran las 5 de la tarde de aquel jueves. El cierre de la página de policiales estaba empezando, y él tenía que publicar la foto de un empresario requisitoreado, y buscó su nombre y apellido en la base de datos de RENIEC. Fue en ese momento que imaginó poder encontrarle un rostro a su enigmática amante.

Llegó a su casa, y no pudo dormir. Tomó un somnífero y, al fin, soñó. Tania, le preguntó después de un larguísimo beso, ¿cómo te apellidas? Echegaray, le respondió, Tania Echegaray.

No lo olvidó. Llegó al trabajo más temprano de lo normal, y buscó, en RENIEC, las posibles caras de Tania. Se encontró con cinco rostros. Cinco homónimos. Todas jóvenes. Todas candidatas. Alucinó un beso con todos esos rostros. ¿Dónde empieza la locura? ¿En qué momento Mauricio concluyó en que no podía seguir viviendo así, sin el amor real de Tania Echegaray? ¿Cuándo esta subliminal confusión hizo de la mente de él toda una tragedia amorosa?

No podía dormir. Otro somnífero. Y otro más. Y otro más. Y otro más. ¿Y si esto termina mal?, se preguntó. Sin embargo, no paró. No podía detenerse. La adicción a los sedantes se hizo más notoria cuando, durante el día, no podía dejar de temblar. Él se dio cuenta, pero la combinación de un amor irracional con la adicción pudo más que sus fuerzas. Y así, enloqueció.

Búscame, le decía la mujer sin rostro, quiero cuidarte, quiero mirarte, quiero amarte toda la vida. Y fue suficiente. No hubo más. Pidió un adelanto de sus vacaciones y se fue. La más lejana vivía en el departamento de Apurimac. Y una a una, las buscó. Y las encontró.

¿Qué le diría cuando la tenga al frente? ¿Cómo podría evitar un error? ¿Cómo sabría quien es la indicada? ¿Cómo reconocería a la mujer de sus sueños? Sin embargo, no le fue difícil desechar una a una, a cada candidata. Con Tania, por favor, preguntó en una casa de La Molina. Está de viaje con su esposo, le respondieron por un intercomunicador. Con Tania, por favor, preguntó en una tienda de Los Olivos, y le atendió una déspota muchacha. Con Tania, por favor, preguntó en una casa del departamento de Ica, no te puedo atender ahora, le dijo una mujer. Con Tania, por favor, preguntó esperanzado, más llegó a él todo el mal semblante de una prestamista del distrito de Carabayllo.

Apurimac. Allí tendría que estar. Allí tendría que aparecer la mujer que cada noche lo arrebata de la realidad. No le costó mucho trabajo viajar. No le costó mucho trabajo dar con la dirección. Y, cuando vio el parque, tembló. Los olores. El clima. El sol. Todo era igual. Y, esperanzado, se tiró en el pasto. Cerró los ojos, y esperó que llegue Tania Echegaray, esperó que llegue el beso… y nunca llegó.

Por un momento, pensó en irse. Por un breve espacio en la claridad de ese cielo serrano, pensó, por miedo, en renunciar. Pero no. Se incorporó, y caminó lentamente hacia esa casa. Tocó la puerta, y, luego de unos segundos, una señora de generosa edad salió al encuentro de Mauricio.

Buenas tardes, mi nombre es Mauricio Ottiniano. Estoy buscando a Tania Echegaray. Según los datos que tengo, ella vive aquí. Quisiera verla, por favor. ¿Quién es usted?, ¿qué quiere acá?, ¿quién lo ha mandado?, le preguntó, claramente ofendida, la desconfiada señora. Mauricio, desconcertado, intentó presentarse nuevamente. Pero, otra vez, la señora interrumpió. ¡Quién se ha creído usted!, ¡mi hija está muerta!, ¡déjela descansar en paz! Y, llorando, tiró la puerta de su vieja casa. Mauricio, anonadado, aturdido y desconcertado, se quedó inmóvil.

Está muerta, repitió cabizbajo. Sin darse cuenta, a pocos metros, un hombre estaba esperando. Muerta en el parque, le dijo. Asaltada, violada y asesinada en ese parque, repitió. ¿Cuándo?, le preguntó sorprendido. Hace dos meses, le respondió. Y así, bajo la luz de aquel cementerio, lloró. Vio la pequeña foto de ella impregnada en el frío cemento de su tumba, y lloró. El rostro sonriente de Tania, minimizó sus ganas de vivir, minimizó sus ya escasos deseos de luchar. Y, en medio de una larga melancolía, durmió al pie de la tumba. Y soñó. Y la vio. Por fin la vio. Quiero vivir en ti, susurró. Te amo, le confesó. No puedes amar a alguien que no existe, le dijo. ¿Cómo puedo verte? ¿Cómo puedo estar a tu lado? Le preguntaba Mauricio sollozando. De pronto, sintió el remezón de unas palmadas, abrió los ojos, y un vigilante lo sustrajo de su ficticia realidad.

Él no quería despertar. No quería regresar a la dolorosa verdad. ¿Dónde empieza la locura? Preguntó nuevamente. El amor, siendo algo inanimado, te puede llevar a situaciones reales de dolor físico. Y Mauricio sufría hasta el dolor. ¿Por qué me despiertas? Le preguntó al vigilante. Aquí solo duermen los muertos, le contestó el anciano.

Y así, dentro de un largo espasmo, supo por fin lo que tenía que hacer. Así, luego de poco pensarlo, fue directo al hotel. Aquí solo duermen los muertos, repetía desorientado, mientras caminaba.

Cincuenta y tres somníferos. Suficiente, pensó. Se bañó. Se peinó. Se vistió. Se miró al espejo y corrigió a unos rebeldes cabellos del lado izquierdo de su cabeza. Desodorante. Perfume. Lejos de casa. Lejos de todo. Lejos e indefectiblemente solo. Y durmió. Y antes de sumergirse en lo más profundo de la nada, sonrió. Luego, llegó al lugar donde los sueños se inician. Se vio desnudo frente a su madre, y siguió por ese camino donde, al final de la luz, encontró la paz, la esperanza y la tibieza de los labios de Tania Echegaray…

Administrador de contenidos de Grupo Periodismo en Línea

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