Luis Iparraguirre

Luis IparraguirreHoy, Cristian (mi hijo), y yo, dormiremos juntos. Normalmente duerme en casa de su mamá, pero hoy dormirá conmigo. Al llegar, pregunta por su abuelo (mi papá), y de inmediato presiento que no será una noche sencilla. Le digo que está trabajando y trato de animarlo, sin embargo, extiende esa clásica mirada de desgano, que siempre me impone cuando algo no está a su entero gusto. ‘Papá Cholo’, que es como llama a su abuelo, le leía numerosos cuentos con mímicas, gritos y estallidos de emoción, y él, mi hijo, escuchaba a mi padre petrificado, emocionado… imaginando, seguramente, los filudos colmillos del lobo de Caperucita, o la inmensa nariz del mentiroso de Pinocho. Por esos motivos y muchos más, Cristian extraña mucho a su abuelo. Es así que, pensando en emular al señor Iparraguirre, decidí contarle un cuento al niño Iparraguirre.

Luis IparraguirreHoy, Cristian (mi hijo), y yo, dormiremos juntos. Normalmente duerme en casa de su mamá, pero hoy dormirá conmigo. Al llegar, pregunta por su abuelo (mi papá), y de inmediato presiento que no será una noche sencilla. Le digo que está trabajando y trato de animarlo, sin embargo, extiende esa clásica mirada de desgano, que siempre me impone cuando algo no está a su entero gusto. ‘Papá Cholo’, que es como llama a su abuelo, le leía numerosos cuentos con mímicas, gritos y estallidos de emoción, y él, mi hijo, escuchaba a mi padre petrificado, emocionado… imaginando, seguramente, los filudos colmillos del lobo de Caperucita, o la inmensa nariz del mentiroso de Pinocho. Por esos motivos y muchos más, Cristian extraña mucho a su abuelo. Es así que, pensando en emular al señor Iparraguirre, decidí contarle un cuento al niño Iparraguirre.

El problema llegó cuando, al revisar todos los cuentos que mi papá le compró en algún momento, no encontré ninguno que me parezca, siquiera, medianamente interesante. Más claro, todos me parecían demasiado conocidos, infantiles y estúpidos. Y claro, El Flautista de Hamelín (mi cuento favorito) ya se lo había leído mil veces. En realidad, lo releía para mí. Entonces, mientras Cristian esperaba empijamado (dícese de estar en pijamas), su clásico cuento para dormir, yo no sabía qué historia contarle. Fue allí que decidí inventarle uno.

 

Primero, pensé contarle un cuento de terror, donde la sangre, las mutilaciones y el horror de la muerte, primaran en la narración… luego pensé que fácil no era algo apropiado. Después, se me ocurrió narrarle una historia policial, en el que la violencia sexual, el tráfico ilícito de drogas y la prostitución infantil se apoderen de mi relato, pero luego pensé que si mi madre me oyera contándole esas cosas a su nieto, en el acto me rompería un palo en la cabeza.

 

Es así, que decidí contarle una fábula tierna donde la fantasía, el amor y la solidaridad florecieran en cada una de mis palabras (nótese lo cursi de mis letras). Le narré la historia de amor de una hormiga y un elefante. Traté de hacer hincapié en que las diferencias (en este caso abismales) son nada, si hay amor. Incluí momentos cómicos como cuando Ignacio, la hormiga, conoció a Carla, la elefanta. Momentos amargos y tristes cuando la protagonista ignoró al pobre Ignacio cuando él, luego de caminar por el pedregoso y largo sendero que significa la pierna derecha del mamífero, le dijo, en su enorme oído, que la amaba. Lo que trato de decir es que me esforcé en narrar bien la historia, así sea esta, creada sin previo aviso.

 

Sin embargo, veía en Cristian poco interés en el cuento que estaba inventando. Eso me frustró. Di lo mejor de mi imaginación, pero eso a mi primogénito no lo emocionaba. Ese poco interés que le veía, cambió de golpe cuando entró a escena Carla, la elefanta, ya que simulé su inmensidad con mis manos e imposté la voz para emular a la de una mujer inmensa y descomunal. Fue allí que me di cuenta, que más que la historia en sí, a Cristian le interesaba mi actuación. Recordé que mi padre le narraba los cuentos impostando la voz de varios personajes, y yo trataba solo de narrarle las peripecias de Ignacio, y eso, a mi hijo, parecía importarle nada. Así que decidí, darle más interés narrativo a la elefanta y darle, claro está, más énfasis a mi ridícula actuación. Decidí enfocar la historia en Carla y en sus descomunales movimientos en la sabana africana, abundante de leones, tigres y gorilas.

 

Cristian reía cuando yo movía el trasero imitando el rechazo que, con la cola, Carla le hacía al pobre Ignacio; Cristian se emocionaba cuando me veía bramar imitando el sonido de la elefanta dentro del río; Cristian entristecía cuando imitaba el rostro de tristeza de la enorme Carla cuando se encontró sola, sin la compañía de la pequeña hormiga; Cristian lanzó un rostro de emoción cuando imité el abrazo rarísimo que Ignacio y Carla, se dieron cuando ella regresó a los brazos de su querida hormiga.

 

Y el cuento terminó. Cristian estaba lejos de dormir. Quería otro cuento más. Le dije que mañana le contaba otro, total, días son los que nos sobran. Por un momento recordé a mi viejo cuando, entre cuentos infantiles, hacía la estancia de mi hijo toda una fiesta. Al parecer, Cristian pudo disfrutar de una buena actuación en ausencia de su 'Papá Cholo'.

 

Tengo sed, me dijo. Vamos a comprar una gaseosa, le sugerí. Y fuimos ambos de la mano a buscar una tienda abierta. En el camino iba buscando hormigas en el piso pretendiendo, quizá, ver al pobre Ignacio entra ellas. Ya con la gaseosa en la mano, me pidió que le compre una elefanta de la lejana África, le dije que era muy difícil, sin embargo, le prometí comprarle un peluche con la forma de un elefante. Él, aceptó. Yo, me complací.

 

Al llegar a casa, me pidió que le contase, nuevamente la historia, y yo ya me había olvidado los detalles. Aun así, se lo volví a contar. Nuevamente se maravilló. Luego de unos minutos, nos acostamos en el sofá de la sala, y por encima de mi pecho hacía las veces de una hormiga con sus dedos. Exigía que yo gritase como un elefante, pero el sueño me venció. Mi hermano me tomó una foto (que es la que acompaña este post), y luego de unos minutos Cristian también durmió.

 

Al acostarlo, recordé a mi papá cuando me contaba los cuentos a mí. Cuando entre manos me trajo al Caballero Carmelo. Recuerdo lo triste que estaba cuando el gallo Carmelo (tremendo peleador en la arena) enterró moribundo su pico, luego de arrebatarle la vida al temible Ajiseco, de un navajazo. Cómo pasan los años, pensé. Recordé que esa noche, cuando mi padre me leyó las hazañas de el hermoso gallo de Abraham Valdelomar, soñé con sus hermosos plumajes, su garbo y su entrega en la arena… degollando con autoridad a todo gallo que tenía en frente. El Caballero Carmelo, fue en mi infancia, motivos de alucinaciones, sueños de belleza, esplendor y caballerosidad. Es raro de explicar. Pero así fue. Dentro de mis infantiles alucinaciones, le daba finales distintos, en el que el mejor gallo del Perú, salía entre aplausos del respetable.

 

Y ahora, que escribo estas letras mientras mi hijo duerme, espero que Cristian tenga, con los muchos cuentos que mi padre y yo le hemos narrado, los mismos fantásticos sueños que yo tuve cuando era niño, gracias a mi generoso papá. Espero, que en este momento, mi hijo sueñe con la esplendorosa Carla, la elefanta, y con el pequeño Ignacio y su corazón que es más grande que el de una hormiga cualquiera. Carla e Ignacio serán, por esta noche, su Caballero Carmelo… y yo seré, su Abraham Valdelomar.

 

Y así Carla, la elefanta, e Ignacio, la hormiga, luego de muchos besos, vivieron felices para siempre…y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Hasta mañana, hijo mío. (Escrito por Luis Iparraguirre para periodismo en línea)

Administrador de contenidos de Grupo Periodismo en Línea

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