Luis Iparraguirre

Luis IparraguirreAnthony tiene 21 años de vida. Tiene, además, tres años siendo padre. Cuatro siendo esposo. Y siete meses siendo recluso en el penal San Jorge. No soy un ladrón, me dice, solo caí en la tentación. Veinte mil soles que hurtó de una oficina, son el motivo por el cual este joven muchacho es uno de los miles de presos dentro de esta cárcel limeña.

Luis IparraguirreAnthony tiene 21 años de vida. Tiene, además, tres años siendo padre. Cuatro siendo esposo. Y siete meses siendo recluso en el penal San Jorge. No soy un ladrón, me dice, solo caí en la tentación. Veinte mil soles que hurtó de una oficina, son el motivo por el cual este joven muchacho es uno de los miles de presos dentro de esta cárcel limeña.

Él, nació en el popular distrito de La Victoria. Su infancia transcurrió entre los goles de Waldir Sáenz y los vendedores de cocaína del jirón Huascarán. Siempre fui movido, me dice, siempre fui el último en llegar a clase y el primero en irme, y es que el colegio no sirve. Todo lo que sé lo aprendí en la calle, con los amigos, con los recicladores y escuchando a Héctor Lavoe.

Los recuerdos de su infancia, son numerosos, como todos. Recuerda a su hermano mayor defendiéndolo de algún matoncito del barrio. Recuerda a su madre cuando vendía ceviche de pota en la esquina de su cuadra, al final de la vieja acera. Recuerda a su padre, buscando trabajos eventuales de cobrador de combis, albañil, pintor y jardinero de las acomodadas casas de los distritos de La Molina y San Isidro.

Ahora, que está comiendo unos restos de galleta a mi lado, aquí en el penal, recuerda con ternura a su hermano y su madre. Ambos están en Estados Unidos, como ilegales, trabajando para labrar un futuro diferente a su humilde pasado. No solo extraña su presencia. Extraña su protección. Su padre, ahora no solo busca dinero para sobrevivir, busca dinero para algún abogado.

Su infancia no fue tan diferente como la infancia de los muchachos de su edad que vivieron como unos parias dentro de La Victoria. Lo que marcó la vida de Anthony, no fue su infancia. Fue su adolescencia. Tenía 15 años, me dijo, ella 22. Virginia, simplemente, lo cautivó. Llevado por ese, a veces, espurio sentimiento llamado amor. Dejó sus estudios escolares, faltó a sus familiares y libró, según me narra, varias peleas callejeras con muchachos mucho mayores que él. El amor te hace hacer huevadas, compadre. Si alguien le miraba el culo a mi flaca, lo mataba. Yo lo mataba. Toma, pa, pi, pum. Me decía todo esto con una energía que no sé de dónde salía, tomando en cuenta los pocos kilos que lleva encima.

Alguna vez lo dejó. Alguna vez regresó. Varias veces le lloró. Varias veces volvió a llorar. Yo sé que me ama. Yo sé que me quiere. Causa, yo sé que tú crees que soy un huevón. Pero yo sé que esa flaca me ama. Me comenta, mientras arroja con fuerza la bolsa vacía de galletas Soda Field.

Adrián, llegó sin querer. Amo a mi hijo, más que a nadie en este mundo. Él no tiene la culpa de nada. Él no tiene que enterarse de nada. No sé si lo hice por él. Por ella. O por mí. Solo sé que el billete estaba allí, tío. Yo sabía que estaba en ese cajón. Y no pude más. Solo saqué el dinero y me fui. Le compré muchos juguetes a mi hijo. Le compré refrigeradora, lavadora, cocina, cama, colchón… pinté la casa donde vive con mi hijo. Le paré la jato tío, me entiendes, le paré la jato. Y me atraparon. Nada más. No tengo que decir más.

Y llegó la primera semana. Ella llegó temprano. Lo mismo la segunda semana. La tercera, igual. La cuarta llegó tarde. La quinta, llegó con las justas. La sexta no vino, estuvo enferma, me dijo. La séptima llegó tarde, también… mis amigos me decían que la veían con un pata, muy seguido. Yo le preguntaba y me negaba. Me decía que era muy celoso… y yo le creía.

Bebe algo de gaseosa, que está encima de la mesa, de un largo y prolongado trago, como queriendo humedecer, seguramente, su seca garganta. Sus dedos rozan sus labios y distingo mucha tierra en sus descuidadas uñas. Quiere llorar, pero se aguanta. Aun así, me dice, con mucha nostalgia, que la extraña. Luego de unos minutos, no quiere seguir hablando y se va. Chau causa, me dice, quiero dormir.

Luego de unos minutos, otros reclusos me comentan lo que él, seguramente, quiso omitir. El día de los enamorados, el 14 de febrero, llamó, desde el teléfono público que está en uno de los pasillos de la prisión, a casa de Virginia para saludarla. Ella no estaba. Llamó a su celular y le contestó nerviosa, diciendo que estaba en la puerta de su casa. Él colgó y la llamó a su casa, nuevamente. Y nuevamente, le dijeron que no estaba. Llamó a su celular y éste, estaba apagado. Luego de unas horas llamó por insistencia, y contestó un hombre. Le dijo que no vuelva a llamar. Que deje de joder. Y le repitió una frase que, quizá, jamás olvidará: ahora, ella está conmigo.

Anthony, tiene 21 años de vida. Esa misma tarde, decidió eliminarse. Hizo falta la presencia de muchos trabajadores del INPE para frenar su locura y acallar sus gemidos de dolor. Al parecer se calmó, pensaron en un momento todos sus compañeros, mientras que él, con los ojos hinchados por la tristeza, recordaba, seguramente, los momentos de alegría con Virginia. Recordó a su pequeño Adrián. Recordó que robó para darle una mejor vida a los suyos. Para darle una mejor vida a ella. Una cama nueva donde, quizá, en ese momento estaba haciendo uso con el dueño de esa voz que le contestó el teléfono.

Se dieron cuenta de lo raro que se veía, en pleno verano, con chompa. Pero no le dieron importancia. Jugaron a los casinos, rieron un poco. Y él, se fue al baño. Pasaron los minutos y no regresaba. Luego de mucho esperar, alguien lo fue a buscar. El baño estaba con el seguro desde adentro, y nadie respondía ante el insistente llamado. Los gritos fueron desesperantes hasta que llegó uno de los trabajadores del INPE, y de un fuerte golpe, tumbó la pesada puerta del baño.

Colgado de una viga, lo hallaron. Con la chompa estaba ahorcado. Lo levantaron desde los pies, cortaron rápidamente las mangas de su pequeña prisión y, por suerte, todavía vivía. Solo quiero morir, dijo llorando. Solo quiero morir.

Anthony, tiene 21 años de vida. Muchos desean que llegue a los 22. Él, no. Antes de empezar la conversación, me dijo: En este momento, algún afortunado está teniendo un paro cardíaco. ¡Qué suerte!

Y allí estaba, tirado en el suelo, mientras los paramédicos venían a curar las raspaduras, moretones y hematomas de su cuello. Allí estaba en el suelo. Llorando por una deslealtad. Llorando por una infidelidad. Estando tan lejos y tan cerca, a la vez. Sin poder hacer mucho. Sin poder rogar. Sin poder pedir nada, que no sea morir. Solo quiero morir, repetía. Mientras que, en un oscuro rincón, estaba sentado, petrificado, triste y estupefacto, un señor llamado Luis Iparraguirre, preso por un delito que jamás cometió, viendo toda la desgracia a la que se puede llegar por amor, por odio y por tristeza. Y se pregunta, mientras Anthony sigue rogando por su muerte, ¿cómo estará mi familia?

Administrador de contenidos de Grupo Periodismo en Línea

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