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R, mi alumna, cree que estoy equivocado. No lo he dicho en voz alta, pero creo lo mismo que ella piensa, sin embargo me mantengo, estúpidamente, en mi posición. Debo hacerlo. Total, así aprendí y así creo que ella aprenderá. Estoy en las últimas clases del curso de Fotografía y todo se ha desarrollado bien. No tengo alumnos que malogren mi clase, como los sabelotodos o engreídos… like me, for example. La clase de Ética, no obstante, está llena de estas cosas que conforman el conflicto, la discrepancia y, a veces, uno se queda, para siempre, con el letrero de imbécil colgado en el cuello.

R, mi alumna, cree que estoy equivocado. No lo he dicho en voz alta, pero creo lo mismo que ella piensa, sin embargo me mantengo, estúpidamente, en mi posición. Debo hacerlo. Total, así aprendí y así creo que ella aprenderá. Estoy en las últimas clases del curso de Fotografía y todo se ha desarrollado bien. No tengo alumnos que malogren mi clase, como los sabelotodos o engreídos… like me, for example. La clase de Ética, no obstante, está llena de estas cosas que conforman el conflicto, la discrepancia y, a veces, uno se queda, para siempre, con el letrero de imbécil colgado en el cuello.


Luis Iparraguirre
http://cronicasdepollada.com

Todo comenzó cuando conté la historia de Kevin Carter. Para los que no saben quien fue este genial fotógrafo, aquí va una breve reseña (imperdible) de lo que fue su vida, no sin antes decir que la ética es muy personal y depende de cada uno (y esto también es discutible), valorar las situaciones y hacerse de un juicio, así que trataré de ser lo más objetivo posible: Nació en Sudáfrica, el 13 de septiembre de 1960. Justo cuando el Apartheid se estaba enraizando. Los datos rescatables, antes de dedicarse a la fotografía, son que estudió Farmacia y que intentó suicidarse con un cóctel de aspirinas, tranquilizantes y veneno para ratas.

Se tiene que entender lo que fue esa época para Sudáfrica: la violencia racial era horrorosa y la hambruna mataba tan igual que las balas. Solo fotógrafos negros registraban esta ferocidad y fue allí que los fotógrafos blancos Ken Oosterbroek, Greg Marinocivh y Joao Silva juntos con Kevin Carter recorrían las zonas “no blancas” para fotografiar los combates brutales entre las fuerzas del gobierno y las facciones negras que usaban hachas, lanzas y hondas. Ahí vivía y trabajaba Carter. Desde las cinco de la mañana hasta el mediodía hacía fotos de gente matando y muriendo. Los cuatro fueron reconocidos por su manera arriesgada y descarnada de capturar la violencia; tanto así que la revista Living de Johannesburgo, los bautizó como “El Club Bang Bang”. Estos fotógrafos hacían fotos espeluznantes y se exponían a numerosos peligros como caminar sobre campos minados y fotografiar en medio de lluvias de balas.

Un día llegó, junto con Joao Silva, a la aldea Ayod, en Sudán. Zona conocida como El Triángulo de la Hambruna. Al llegar “Los dos vieron las fotos por todas partes, había una imagen impactante por todos lados, así que se separaron (…) Un rato después Carter se acercó a Silva (…) y le dijo: ‘Le estaba sacando fotos a una nena arrodillada, que apoyaba la cabeza contra el suelo, y de repente un buitre gigante se posó detrás de ella. Seguí disparando, y después espanté al buitre’. Cuando trató de mostrarle el lugar, no se veía al buitre por ninguna parte, pero la nena seguía ahí, vencida por el hambre. Ninguno de los dos ayudó a la niña a llegar a la tribu que estaba apenas a 20 metros” (texto sacado del libro The Bang Bang Club: Snapshots from a Hidden War)

Ahora, hay muchos dichos sobre esta foto: se dice el buitre estaba esperando que la niña muriese para luego comérsela. Se dice, también, que la niña estaba haciendo sus necesidades (defecando) y que este animal (que abundan en ese lado de África) solo esperaba su ración de comida, no la niña, si no sus excrementos.

Carter vendió la foto (por la cual se demoró 20 minutos en tomarla ya que esperaba que el buitre abriera las alas para una mejor toma… que nunca se dio) al New York Times y la imagen se convirtió en un símbolo de la hambruna y fue usada en infinidad de pósters y campañas. Sin embargo, llegaron a la mesa de redacción muchas cartas preguntando qué fue de la niña. Qué había hecho el fotógrafo para ayudarla. Carter, seguramente sorprendido, confesó que no había hecho nada. Supuso, dijo, que se había levantado con sus mismas fuerzas y que llegó al comedor de su aldea sola.

La imagen se volvió un boom. Dio la vuelta al mundo y fue portada, incluso, de la revista Time. Carter, de pronto, se convirtió en un tipo muy popular. Se olvidó de las constantes angustias económicas que padecían casi todos los reporteros gráficos independientes y firmó un beneficioso contrato con la agencia francesa Sygma desechando, incluso, otra oferta de la gigante Magnun del legendario fotógrafo James Nachtwey.

No obstante, viviendo el mejor momento de su carrera, Carter, estimulado por las constantes críticas (se le comparó, incluso, con el buitre), revivió el asco que sentía por la vida: “El mundo es una porquería y yo solo le tomo fotos”. Kevin empieza a sentirse “atrapado por imágenes de asesinatos y cadáveres, furia y dolor, niños heridos o muriéndose de hambre, hombres que aprietan el gatillo con alegría, policías y ejecutores… El sentimiento de culpa quizá tenía que ver con nuestra incapacidad de ayudar. Manejar la culpa es fácil. Superar la incapacidad de ayudar es mucho más difícil, casi imposible”, decía el otro miembro del Bang Bang Club; Greg Marinovich.

El 12 de abril de 1994 el New York Times llama a Carter para comunicarle que ha ganado el premio Pulitzer. La celebración le resultó imposible: “Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella. No quiero verla. La odio”. Y así, en medio de la conmoción que sentía y luego de apenas cuatro días de ganar el premio más importante del periodismo gringo, Carter escucha por la radio que uno de sus mejores amigos y miembro como él del Club Bang Bang, Ken Oosterbroek había sido asesinado en Tokoza (Sudáfrica), por un bala perdida que impactó en su cabeza, en uno de los tantos enfrentamientos que él cubría.

“La muerte de Oosterbroek dejó devastado a Carter quien regresó a trabajar a Tokoza al día siguiente… más tarde le dijo a sus amigos que él y no Ken ‘debía haber recibido esa bala’” (texto sacado del libro: The life and death of Kevin Carter).

Luego de la muerte de su amigo y luego de que Nelson Mandela llegara a ser el nuevo presidente democrático, él se liberó de la coraza que lo protegía. Perdió su único motivo para vivir: Ahora la guerra había terminado y él se encontraba libre. Como uno más. Y así, todo lo vivido y sufrido se empozó en un charco de culpa. La mirada en retrospectiva lo torturó. Las imágenes de la niña y su amigo muerto lo perseguían y se hundió en una inmensa depresión. No podía trabajar y si lo hacía, caía en errores tontos y absurdos como olvidarse de los rollos, llegaba tarde a las entrevistas, no le ponía pilas al flash, etc.

Tres meses después, el 27 de julio de 1994, asqueado de todo lo visto y con una indescriptible depresión, Carter se fue con su Nissan rojo a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño. Encendió su walkman y, luego de conectar una manguera al tubo de escape y hacerla entrar a la cabina del carro que estaba sellada, murió asfixiado. En su carta de despedida, entre otras letras, dijo: “Realmente lo siento. El dolor de la vida, de vivir, anula la alegría hasta el punto que la alegría misma, no existe”

Esta es su historia. Llena de incomprensión, horror, muerte y algunos aplausos. Y es que para poder hacer este trabajo, el de reportero gráfico, es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede trabajar como un ser humano normal. Uno se transforma con la cámara en el rostro. Esa caja negra se transforma en una barrera protectora que nos aleja, increíblemente, del miedo, del horror… y hasta de la compasión. Si uno se detiene a pensar, a sentir, a respirar o a compadecerse como cualquier humano más, pues no se va a poder obtener el trabajo que se desea, así de simple. La idea central es hacer una buena fotografía. La mejor posible. Allí empieza y termina la razón de la vida misma. El resto es relleno. El razonamiento de Carter era sencillo: si hacía una buena foto (potente, fuerte, impactante) se beneficiaría él mismo y crearía, por su difusión, conciencia social sobre las desgracias que azotaba ese poblado (y a todo ese continente) crearía y generaría compasión y misericordia… sentimientos que en él se encontraba oculto, detrás de su cámara Nikon. Por eso, no hizo nada por la niña.

Todo esto, para un fotógrafo profesional de prensa, es comprensible, por eso ninguno de sus colegas le dijo nada a Carter, mucho menos los del Club Bang Bang, pero para la gente normal, como su familia o como R, mi alumna, les resultaba incomprendible y hasta monstruoso. Lugar a donde iba le hacían la misma pregunta: ¿por qué no ayudaste a la niña? Su vida se convirtió en una pesadilla.

Alguna vez cubrí la muerte de cientos de personas en el gigantesco incendio de Mesa Redonda, en el que caminaba entre cadáveres y escuchando gritos de ayuda. ¿Qué hice? Pues tomé fotos. Alguna vez, cubrí la espantosa muerte de otros cientos de personas en el último terremoto de Pisco. Hubo gente llorando. Gente que pedía ayuda a gritos. ¿Qué hice? Pues tomé fotos. En ambas oportunidades, al quitarme la cámara de la cara y camino a casa, lloré como cualquier desconsolado, por las tremendas desgracias que me tocó ver y, sobretodo, por mo poder ayudar. Por no poder dejar mi cámara a un lado y hacer algo por esa gente. Puedo comprender lo que le sucedió a Kevin Carter. Pero lo comprendo ahora. No hace 13 años cuando el mismo ejemplo nos los planteó mi ex profesor de fotografía en la Universidad San Marcos. Casi lo ‘mato’ por su “inhumanidad”. Me pareció un imbécil. Un carroñero. Tan igual que el buitre. Todo el salón de clase, conmigo a la cabeza, nos fuimos encima del buen profesor José Paz que no supo cómo esquivar nuestras balas y se fue muy mal parado del salón. Pero ahora, luego de tantos años, estoy de acuerdo con él.

Ahora, lo comprendo. Ahora, luego de tantos años de experiencia, lo comprendo. Y espero que así sea con R. No obstante, todo cambia: como aquel chibolo (yo) que en vez de tomar fotos, celebraba como un eufórico hincha más ese golazo que le hizo Waldir Sáenz al River Plate de Argentina. Ahora, casi una década después, ese otrora practicante de fotografía, se muestra adusto, serio y con el pulso fijo cuando Johan Fano marcó ese agónico gol en los últimos segundos del partido, ante la poderosa selección Argentina. Más de cincuenta mil almas gritaban ese gol hasta las lágrimas, pero entre los eufóricos hinchas y los vigorosos jugadores, estaban un puñado de reporteros gráficos peruanos y extranjeros serios y sin poder siquiera sonreír. El tiempo nos hace madurar y aprender en esta carrera que es el fotoperiodismo. Todo cambia. R cambiará. Yo sigo en proceso…

No obstante ella sigue molesta, y no puede entender mi postura. ¿Estoy de acuerdo con la toma de esa foto? La respuesta es sí. ¿Estoy de acuerdo con que no haya ayudado a la niña a llegar a la tribu que se encontraba a 20 metros? La respuesta también es sí, aunque en el fondo piense que no, y esto es, seguramente, porque en este preciso momento que escribo estas letras, no tengo un cámara fotográfica en mi rostro. Soy uno más. Soy como R. Como tú. Y siento, sobre mi oficio, algo muy parecido al asco.

Administrador de contenidos de Grupo Periodismo en Línea

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