Ipitas

Luis, tiene ocho años. Es un niño hiperactivo. Travieso. Sucio. Le gusta jugar, en la tierra, a las bolitas. Al trompo. Y así, en medio del arenal. En medio de su increíble y sucia felicidad (pero felicidad, al fin), pasó, literalmente, un angelito de su edad. Un pedacito de ser humano con la mirada respingada. Altanera. Sobrada. Limpia.

Luis, tiene ocho años. Es un niño hiperactivo. Travieso. Sucio. Le gusta jugar, en la tierra, a las bolitas. Al trompo. Y así, en medio del arenal. En medio de su increíble y sucia felicidad (pero felicidad, al fin), pasó, literalmente, un angelito de su edad. Un pedacito de ser humano con la mirada respingada. Altanera. Sobrada. Limpia.

Sobre todo, limpia. Ella, lógicamente, ni lo miró. Sin embargo, el pequeño Luis, embobado hasta el corazón, solo atinó a mirarla. A enamorarse. Luego de un pequeño temblor, corrió hacia ella y se paró frente a su respingada vista y le dijo: “Quiero ser tu amigo”. Él estaba totalmente convencido de que nadie podía negarle semejante muestra de cariño al campeón del trompo y la huaraca. Ella, rosadísima, lo miró con un poco de miedo. De asco, quizá. Y le dijo: “yo no soy amiga de niños cochinos”. Y, sin más, se fue.

Y así, luego de recibir la cachetada del desprecio, Luis se sintió triste. Justamente despreciado. Se llama Élida, le dijeron. Y se enamoró de su nombre. De su garbo. De lo diferente que era ella para el barrio en el que vivía.

Y pasaron los años.

Frente a la casa de Élida, vendían helados de maracuyá. Luis, ya todo un adolescente, iba así no tuviese ganas, solo para verla. Ella, ni lo miraba. Solo se conformaba con mirarla de reojo y temblar. Y claro, la gripe llegó. Pero seguía yendo a comer helados, junto con sus mocos que caían como velas en su ya limpio rostro porque, en algún momento, el ex niño Luis aprendió a bañarse.

Una noche, ya pasadas las once, Luis se encontraba en la esquina de su casa y sintió que, de pronto, alguien le jalaba el polo, como llamándolo. Y la vio desprotegida. Asustada. Sola. “Puedes ayudarme a buscar a mi hermana”, le dijo Élida. “Claro”, respondió sorprendido. Luego de una pequeña caminata por los recovecos del barrio, ella se fue. Luis no pudo hablarle mucho. Se sintió corto. Leve. Se sospechó inútil frente a ella. Y solo la dejó ir. Luego, se arrepintió. Por mucho tiempo, claro está.

Y pasaron los años.

Luis, con toda la influencia que sus estudios y la marcha de los estudiantes de La Universidad Agraria, decidió ser agnóstico. La religión, pensaba, no era algo razonable, serio, ni mucho menos revolucionario. Creo en la fuerza de la naturaleza y en el poder de las masas, decía. Y así, todo un descreído, se paseaba con sus amigos y con las novias de sus amigos desfilando su rarísimo ateísmo acompañado siempre de una pequeña disertación filosofal. Manuela, novia de uno de sus mejores amigos, le propuso ir a misa algún domingo, para que tenga la oportunidad de reencontrarse con Dios. Él, sin misericordia, se burló. Luego de unos minutos de estar departiendo en la casa de ella, llegó su mejor amiga. Grande fue la sorpresa cuando, con sus guantes blancos y su carterita de metal, ingresó Élida sonriente. Amigable. Divina.

Los presentaron. Ella saludó al reconocer al muchacho del barrio, y le agradó la conversación y le agradó más cuando se dio cuenta que el muchachón que conocía solo de vista, era una persona amable y de buenos modales. Fue en ese momento que Élida, llena de ilusión, les propuso a las personas que improvisadamente poblaban la sala de Manuela, ir a la misa del próximo domingo. Luis, en el acto, aceptó.

Rezó, y Manuela se burlaba. Oró, y Manuela sonreía. Dios llega de cualquier manera, le decía la coqueta mujer. Mientras él, en medio de los Ave Marías, miraba a la mujercita de sus sueños cómo rezaba. Cómo se persignaba. Y hasta cómo se arrodillaba.

Luego de varios domingos de misa, él se ofreció a acompañarla. Luego de varios domingos de misa, la abrazó. Y luego de varios domingos, de misa, la besó. La dejó en su casa. Y fue feliz. Muy feliz.

Y pasaron los años.

La pareja, llena de amor, se casó. Llegó el primer hijo y lo llamaron como él. Luego llegó el segundo y le pusieron un nombre raro: problemas en el parto que solo pudo salvar el competitivo ginecólogo Jean Pierre Dávila, hicieron que ella le ponga ese nombre a su segundo hijo.

Vivieron momentos de felicidad, como cuando vieron a sus hijos ingresar a la Universidad. Vivieron momentos tristes como cuando, por un terrible cáncer de mama, tuvieron que llorar por la muerte de la querida Manuela. Sin embargo, los problemas se iban, y las sonrisas llegaban siempre. De a pocos, como es la vida. Sin prisa. Sin resquemores. La vida, de alguna forma, siempre te llena de momentos bipolares para nutrirnos de madures y de experiencias.

Alguna vez, Luis le dijo a su hijo mayor que nunca había visto a una mujer más hermosa que su mamá, y que, aun ahora en el que ella está con artritis y la postra, de vez en cuando a una silla de ruedas, la ama y la quiere como siempre. Su hijo, lleno de una increíble estupidez, solo pudo sonreír.

Y pasaron los años.

Hoy, viernes 26 de octubre del 2008, la Familia Iparraguirre Quiñones, ha terminado la etapa más dolorosa de su relación. Y siguen juntos. Como siempre lo han estado. Mi madre, menos altanera que en su niñez y mi padre, más limpio que antes, siguen juntos. Y me da mucho gusto. Hoy, luego de ocho meses llenos de trances traumáticos y dolorosos, Luis y Élida vuelven a estar juntos. Mi hermano Jean Pierre y yo, sus hijos, estamos felices por eso. Hoy, viernes 26 de octubre, mi vida vuelve a su curso normal.

No quiero revisar lo que sucedió, ya que me da mucha pena. No quiero nada. No quiero absolutamente nada. Solo quiero verlos juntos. Como siempre han estado. Como siempre los he visto. Se sonrieron. Se abrazaron. Se besaron frente a todos. Como una pareja de niños enamorados. Como una pareja de adolescentes enamorados. Como una pareja de adultos enamorados. Como una pareja de enamorados, nada más.

Y ahora, que los veo bailar un viejo bolero en una sola loseta, recuerdo los bellos momentos de mi niñez, cuando ambos me llevaban a los juegos mecánicos y yo sonreía de felicidad. Ahora que los veo mirarse, pienso que nunca me parecieron tan lacrimógenas las letras de las canciones del trío Los Panchos. Y ahora que se besan, con el corazón machacado por todo lo sufrido, recuerdo las palabras de mi padre en el sauna, y se me escarapela el cuerpo entero, como si fuera un niño cochino de ocho años viendo a un ángel pasar por su lado: “nunca he visto a una mujer más hermosa que tu mamá”.

Por Luis Iparraguirre, especial para Periodismo en Línea

Administrador de contenidos de Grupo Periodismo en Línea

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